Tras tres tristes meses (faltan los tigres y el trigo para el trabalenguas) finaliza el estado de alarma que decretó el Gobierno y ratificó el Parlamento.
Imposible resumir las sensaciones que nos deja, pero creo que una destacada es la de cansancio. Salimos cansados del monocorde Simón y de los artificios contables de Illa con su macabro baile de muertos; del uso espurio que ha hecho el presidente para colocar medidas ajenas que sólo lo benefician a él; de la paternal generosidad con la que nos iba regalando espacios y movimientos en sus peroratas dominicales; de la inoperancia de los partidos atentos a sus intereses y al corto plazo; de predicar en el desierto la necesaria colaboración para afrontar la crisis económica.
Pasamos a un estado de incertidumbre acompañado de uno de impotencia. No nos será dado el estado de esperanza.