Unos gamberros cometen un acto de vandalismo en la capilla de un tanatorio, destrozan objetos y se llevan un cáliz de poco valor. Está claro que les guiaba más el afán de destruir que el de robar.
A partir de ahí tiene lugar un prodigio semántico: empiezan a aparecer palabras y expresiones que parecían desusadas, obsoletas. Se habla de “desagraviar y purificar el espacio profanado”, de “sagradas formas”, celebración de eucaristía, “reserva del Santísimo”… Todo ello con la intervención de la máxima autoridad religiosa, el obispo.
Van a impregnar aquel lugar de tan alto grado de “divina espiritualidad” que – teniendo en cuenta dónde está la capilla- bien pudiera ocurrir que algún día resucite un muerto.