De vergüenza e ignominia, de degradación humana, de alarma social creada, de acumulación de adjetivos calificativos de signo negativo.
Todo eso- y más que aquí no cabría- lo ha logrado el padre de Nadia, esa niña que le ha servido como pretexto para obtener sustanciosas donaciones que le permitían un lujoso tren de vida.
Nos ha tomado el pelo a todos y del modo más deplorable: penetrando en nuestros sentimientos para extorsionarlos.
Fríamente considerado, merece lo que los presos de su cárcel no se atreven a hacer con él. La única compensación que puede ofrecer es donar su cerebro (mejor, en vida) de perturbado y pervertido para comprobar que muestra diferencias con respecto a uno normal.
A su abogado hay que concederle la gran cruz de San Raimundo de Peñafort.