El ictus de Alfredo Pérez Rubalcaba ha sido uno de esos imprevistos mazazos que te da esta puñetera vida que nos lleva, inexorable, hacia su trágico final.
Es de mi generación, uno de esos compañeros que, junto con otros muchos cuyos nombres no cabrían aquí, ha hecho que yo me sintiera cómodo, orgulloso y encajado (hasta hace poco) en este gran partido en el que llevo militando cuarenta años.
Inteligente, prudente, honesto, lejos de la egolatría, temido como adversario político, dio la cara en momentos de decadencia, con una mala herencia y pese a salvar los muebles supo apartarse para dejar paso a quienes desde entonces escriben las peores páginas de la historia del PSOE.
Ahora que estaba retirado, como toda la vieja guardia del partido, las malditas arterias le han jugado una mala pasada.
Ya no se podrá contar con él, cuando más falta hacía para compensar la mediocridad imperante.