Hace mucho tiempo, y desde diferentes partidos o sectores sociales, se habla de la necesidad de reformar la Constitución del 78. Hay temas importantes que requieren algunos ajustes después de 41 años y afectan a la estructura del Estado o a la igualdad entre españoles.
Pero el presidente en funciones no lleva bien esta interinidad y se decanta por una reforma del artículo 99 que permita desbloquear investiduras atrancadas. Ni siquiera habla de cambiar la ley electoral, una vez más se refiere solamente a lo que le afecta de modo personal. Defiende que gobierne el más votado, lo que tantas veces negó encarecidamente.
Quiere evitar situaciones embarazosas como las que él provocaba o la que ahora padece.
Sanchismo en estado puro: egoísmo, ambición, cortoplacismo, ausencia de visión de Estado o de atención al interés general.
El tripartito de derechas va superando sus contradicciones y tras haber ofrecido un espectáculo lamentable con ribetes ridículos fija su postura: acceder al poder en todos los espacios donde su conjunción de fuerzas lo permita.
El interés se desplaza a la izquierda con sus dos protagonistas, Sánchez e Iglesias, enfrentados por el papel de cada uno en la composición del Gobierno. Ambos se necesitan mutuamente, uno para seguir en el poder y otro para presentar algún triunfo y detener la sangría de votos que padece.
El amo de Podemos, desesperado, usa el manido recurso de consultar a las bases (pobre militancia, siempre al interesado servicio de sus jefes), como hizo con la compra del chalet y con la certeza de que Echenique le prepara una buena consulta telemática.
La verdad es que Laurel y Hardy eran una pareja más divertida.
Una clase política percibida por los españoles como problema. Unos líderes que sólo atienden a sus intereses partidistas. Pactos que se cierran aumentando el número de cargos que viven de nuestros impuestos (en Valencia la nueva izquierda y el nacionalismo crean 81 puestos con un coste de 4,5 millones de euros). En los Ayuntamientos se aprueban por unanimidad subidas de sueldo escandalosas y cada vez más concejales liberados. Concesiones intolerables a separatistas si sus votos son necesarios (lo de Navarra, lamentable). Medidas pretendidamente “progres” que aumentan el gasto público sin reparar en la transferencia intergeneracional de deuda o quieren suprimir la prisión permanente revisable sin pensar en los monstruos que dejan en la calle.
Si sigues sumando, resulta todo tan burdo y deplorable que queda dañada la imagen de la democracia tal y como por aquí se ejerce. Y eso es grave
“Más de ciento en horas veinticuatro pasaron de las Musas al teatro”. Eso decía el buen Lope para expresar la rapidez con la que creaba su obra.
Los griegos han debido tomar nota a la hora de resolver sus procesos electorales. Se proclaman los resultados y al día siguiente es elegido el presidente que inmediatamente forma su gobierno.
Por aquí andamos con la “sede vacante” y muchas incertidumbres cuando han pasado casi tres meses.
Grecia ha dejado claro que el populismo demagógico vacuo e irresponsable tiene un recorrido muy corto, la realidad acaba imponiéndose y barre a la gente poco seria. El Rojo de la Navata, que tanto festejó en 2015 el triunfo de Tsipras, podría poner las barbas (y la coleta) a remojar.
Que el nuevo presidente tenga suerte y gobierne con sensatez.
A nuestros políticos les gusta la geometría y tienen predilección por las líneas rojas (también llamadas cordones sanitarios).
Los mejores especialistas son los de Cs: línea roja con VOX, con el PSOE y casi con el PP, aunque esta sea discontinua.
Tal vez deberían plantearse la conveniencia de dibujar líneas amarillas (por lo del sensacionalismo en los medios) que no deben ser traspasadas por ellos mismos.
Está bien no arredrarse ante minorías agresivas y excluyentes, sean homo o heterosexuales, filoetarras o catalanistas. Un partido debe acudir libremente a cualquier sitio si lo cree conveniente. Pero a veces parece que asisten a determinados actos buscando la recriminación o el insulto para rentabilizarlo como noticia.
Y es que cuando trazas tantas líneas corres el riesgo de que se traben formando un laberinto en el que quedas atrapado sin encontrar la salida.
A todos nosotros hay cosas que nos llaman poderosamente la atención o suscitan un asombro creciente. Yo me apunto dos temas.
El primero es el cinismo y la frialdad con los que ejerce el poder Pedro Sánchez, quien no duda en doblegar y poner a su servicio todo lo que le resulta útil como, por ejemplo, el CIS y RTVE, sirviéndose de personajes de la catadura ético-profesional de Tezanos o Rosa María Mateo, pagados a propósito para manipular e ir conformando a la opinión pública.
El segundo es comprobar la facilidad con la que consigue sus propósitos, el éxito con el que vende su mercancía.
Creo que es un hombre frío, ambicioso y vengativo, un bluf favorecido por la suerte. Pero ante ese apoyo creciente y el aumento de sus admiradores, el equivocado tengo que ser yo.
Tenemos una vicepresidenta que no nos merecemos. Carmen Calvo salió del Ministerio de Cultura tras una gestión poco brillante. Se atrincheró en el partido, en Andalucía, mostrándose critica con Susana Díaz. Las primarias del PSOE fueron su gran oportunidad porque apoyó a Sánchez que, agradecido, la nombraría vicepresidenta de su guardia pretoriana de mujeres con las que se siente tan cómodo.
La verdad es que no resuelve con éxito sus temas. Su intento de “diálogo catalán” fue un fiasco, incluido el ridículo del “relator”. Y más sonado es el de la exhumación de Franco, donde no da pie con bola, proporciona argumentos a la familia del dictador y crispa al Vaticano con sus mentiras.
Ahora un nuncio impertinente y desbordado ha propiciado su reacción airada, rabiosa, amenazando a la Iglesia. Con eso y su feminismo gramatical hace populismo y alimenta a cierta izquierda.
Yo soy el camino, la verdad y la vida. Si queréis entrar en mi reino y compartir las mieles del poder habréis de venir, humildes, postraros ante mí y defender vuestros méritos.
La lógica política dice que tendría que ser yo quien se dirigiera a vosotros para explicar mis planes y pedir apoyo o neutralidad; pero yo estoy por encima de la lógica, no me atengo a esas servidumbres.
Si albergáis alguna duda no tenéis más que consultar el oráculo del CIS, ese organismo público tan objetivo, y ver cómo crecen la intención de voto hacia mi partido y la valoración de mi persona.
Con ese estado de autocomplacencia no es extraño que Pedro Sánchez acaricie la posibilidad de repetir elecciones (los 300 millones y la parálisis administrativa poco importan). Aunque lo más probable es que acabe formando el gobierno que nos tememos.
Otra de las excentricidades del presidente norteamericano es el papel que asigna a su hija Ivanka. La ha convertido en el miembro más estable de su equipo porque los demás le duran poco (ningún presidente ha hecho nunca tantos cambios en tan poco tiempo).
La hija aparece en los foros políticos más importantes, nacionales o internacionales, se codea con presidentes de gobierno y jefes de Estado sin que se sepa bien cuál es su función.
La última gira de papá la ha llevado a la cumbre del G-20 en Japón y a una entrevista histórica con el dictador norcoreano.
No se limita a posar, participa en las conversaciones causando sorpresa en sus interlocutores que ponen cara de circunstancia y aguantan el antojo de su cretino padre y el poco respeto institucional.
Cs sigue en su particular laberinto sin un Dédalo que los guíe. Es un partido que necesita asentarse, definirse con más claridad y que sus militantes y/o votantes sepan a qué atenerse.
Ahora, en este zoco de los pactos electorales, todos viven sus propias contradicciones pero a ellos les están pasando la factura más grave. Varios militantes de alto nivel abandonan, cada cual a su estilo. Roldán y Vázquez dejan cargos orgánicos y escaño público. En cambio, Nart se va de la Comisión Ejecutiva pero mantiene su sillón en Estrasburgo por el que cobra un sueldo muy sustancioso; allí seguirá: dinámico, con afán de protagonismo, controvertido, como siempre.
No le será fácil a Cs abandonar ese espacio hamletiano, de duda perpetua, por la centralidad que pregona y por la fragmentación partidista de nuestro panorama político.
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